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miércoles, 27 de noviembre de 2013

NOMINALISMO DE TEBEO

Recordó cuánto le gustaba leer los tebeos al sol, en la huerta detrás de la casa los sábados por la mañana. Le encantaban los dibujos: detallistas de Esther y un mundo setentero centrado en Juanito; algo descuidados pero impresionistas al pintar al flemático Sir Tim O'Theo plantado todas las tardes junto a Patson bebiendo una pinta en el pub El Ave Turuta... Pero reconocía que lo que más y mejor recordaba de aquel imaginario era la fabulosa nomenclatura de historias y personajes que poblaron su infancia y adolescencia gracias a las viñetas de las revistas "Mortadelo" o "Pulgarcito" o "Tío Vivo". Porque la mejor definición de Deliranta Rococó, por ejemplo, estaba precisamente en ese nombre que la clava, con desbordados volantes evasé, su moño empingorotado o su inacabable boquilla vamp asida por sus dedos como chorizos. O qué decir de los indicativos geniales de aquel absurdo Rompetechos comedor de flores, del maestro diminuto e histérico que debía subirse a las mesas para dominar a su jauría de alumnos —El profesor Tragacanto y su clase que da espanto—, o de la no siempre avenida pareja que constituían Maripili y Leopoldino, un matrimonio muy fino. Se había carcajeado una y mil veces con las aventuras de la súper rechoncha Fina, el terror del Remanso; o con las expresiones grotescas —¡Ridiela!— del basto Agamenón, más bruto que un garbanzo e "igualico-igualico que el defunto de su agüelico"; por no olvidar a la familia Cuervo loco pica, pero pica poco; o las Tremebundas Fazañas de don Furcio Buscabollos, trasunto risible de un quijote aún más loco asesorado por su yegua y escudera Isabelita. 

Por eso ya en su juventud se hizo fan del Nominalismo y pensó que la realidad universal no existe sin un nombre concreto que la defina. En el sustantivo está la esencia. Gracias Ibáñez, Vázquez, Raf, Schmidt, Rovira... y tantos otros autores.



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