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viernes, 20 de diciembre de 2013

EL ÚLTIMO BAÑO

La última vez que vio a su nieta, esta le contó que se había establecido en un pequeño pueblo de la costa, Sada. Al oír aquel topónimo, los ojos que habían visto casi nueve décadas se anegaron en lágrimas de sal. La misma sal que probó en sus labios y en todo su cuerpo cuando, siendo muy niña, se sumergió por vez primera en el mar de la mano de su madre. Fue solamente en una ocasión, al final de un verano en que las labores agrícolas de agosto pudieron ser terminadas con el tiempo suficiente para marchar con otras vecinas de Aranga, Guitiriz, Sobrado o Parga —todas tierras de interior— a tomar los nueve baños a la playa. Pudieron tal vez haber ido a Coruña y convertirse en catalinas que se apeaban de los carruajes en la plaza de la santa que las rebautizaba, pero su destino más modesto fue Betanzos y de allí, caminito a pie hasta La Ramalleira, desde donde descendieron divisando el arenal del Curruncho que para siempre poblaría sus más felices recuerdos infantiles de cuando fue bañera en Sada. Vívidamente volvió a vestir aquel tosco sayal de saco que le sirvió de bañador, contuvo el aliento como en aquel crucial momento en que viera el océano al mediodía en todo su brillante esplendor dorado, tomó fuerte de la mano a su madre que ahora era su nieta mientras ambas le sonreían con dulzura y corrió sin miedo chapoteando como un arroyo hasta alcanzar por fin la desembocadura de su vida, de todas las vidas.


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